La gloria de don ramiro de enrique larreta pdf




















Su solo ruido en las losas ennoblece toda la traza del hidalgo. El recogimiento extremaba su fiebre. Consideraba ahora, con fatalista desenfado, la propia vida y la ajena. Era un agente de Su Majestad, portador de grave secreto de gobierno. La fecundidad de la raza palpitaba al aire y al sol. Los encalados zaguanes vomitaban hacinamientos de chiquillos casi desnudos, sobre la sucia calzada. Se comerciaba a gritos. A cada instante estallaba una gresca. Las mujeres, saya de colores aldeanos y juboncillo corto.

Su sonrisa era mejor que los collares. Los bodegones eran los mejores sitios de espionaje. A su izquierda, blanca y redonda nubecilla flotaba en el aire. No era nuevo su rostro para Ramiro.

Ramiro y su madre asistieron. Su gran capa amarilla flameaba en el viento, como bandera que se lleva el enemigo. Las calles estaban desiertas. Era casi de noche. Los azores abundaban. La anciana continuaba:.

Entraron en un patio miserable. Los pilares eran de negruzca y carcomida madera. Atravesaron cuadras atestadas de camas y traspontines, como en los ventorrillos morunos. Al cruzar otro patio, toparon con una silla de manos cerrada por cortinas de cuero. Ramiro hizo con los hombros y el labio doble gesto de indiferencia. A una voz de la mujer llegaron dos silleteros con sus anchas correas. La silla avanzaba. Ramiro, al descender, hallose en una cuadra ruinosa y obscura.

Buscaba te la echar al sombrero. Yo me estuve encogida cabe la reja, e no me catabas. Platicaron largo tiempo. El fleco de medallas, que colgaba sobre su frente, aumentaba el misterio de sus pupilas.

Bocas sin rostro, clamantes, agoreras, pasaban en la obscuridad interior vociferando presagios indescifrables. A toda hora, el perfume de la mujer le embriagaba. Estaba en el ambiente, en su boca, en sus manos, en sus vestidos. Ella no le hizo sufrir la tortura de una larga impaciencia. Sus pies conocieron la holgura de las babuchas. Sus cabellos el halago de la gaza, con que ella se los circundaba indefinidamente, hasta prenderla por delante con empenachado joyel.

Su voz temblaba. El mancebo quedose confuso. Terminada la lectura, la sarracena se puso en pie y encaminose lentamente a coger otro manto. Un gesto a la vez lastimero y anhelante agrandaba su gruesa boca palidecida.

Ella apretaba las piernas. Era la golosina entremezclada con nieve; y su aliento: ideal e inquietante, como el de las flores sobre la muerte. Ramiro llegaba siempre hasta Aixa con el mismo secreto de la primera vez.

El aljibe, el granado, una jaula suspendida de un pilar, y la misma anciana, sentada a la sombra, sobre una tinaja, pasaban y repasaban ante el intersticio, indefinidamente. Otro incidente vino a preocuparle. Los cantos formaban en torno alto y rojizo parapeto, por encima del cual la vista dominaba el paisaje del valle y las sierras. El sol iba a ocultarse. Era una tarde calurosa y calma.

Gime al asomar el alba, gime cuando el sol toca el poniente. Marcharon sobre los camellos. Se hizo un silencio como cuando termina un rito.

La catedral dejaba caer sus campanadas bajas y solemnes, y, en seguida, todas las iglesias a la vez, en alucinador concierto, tocaban las oraciones. Ramiro dio por disculpa su errabunda curiosidad y el deseo de indagar aquellas sospechosas costumbres de los conversos. La escena de la terraza y el reciente discurso del padre de Beatriz desgarraron para Ramiro el hechizo amoroso en que estaba viviendo. Ya el cuerpo de la sarracena le dejaba en el sentido un olor imaginario de untura brujeril y de husmo.

Ya no le hablaba con aquel acento superior y feliz. Es parroquia de Santiago. El os ha de asistir en la empresa. Ramiro acordose al pronto de la ventana de la escarpa. Ya estaba resuelto. La corriente de aire que llegaba por la calle de la «Vida y la Muerte», agitaba su manteo.

Del lado del naciente, una, dos, tres sombras humanas se acercaban con sigilo. La negra abertura tragaba como boca de hormiguero. La ventana estaba entreabierta. Era una herida ancha y redonda como una cornada. Se hallaba, al fin, completamente solo y en su propio lecho. Acababa de sonar el toque de la una. Afuera el sol quema, el muro se cuece. La calentura le martilla las sienes. En medio de la estancia, sobre un taburete, hay un pebetero encendido. El sahumerio se ilumina al atravesar el rayo luminoso, aclarando los muebles y haciendo entrever, por momentos, las figuras de un tapiz que cuelga del muro.

Ya era de noche, sin duda. No se escuchaba ruido alguno en la casa. Era tal vez una ronda nocturna. De treinta a cuarenta moriscos, vestidos algunos con sus ropas musulmanas, deliberaban, sentados en rueda.

Los hombres la besaban las manos y los brazos con respetuosa sensualidad. Las miradas se dirigieron hacia la puerta de entrada. Se esperaba a alguien. Las pupilas se dilataron, los cuerpos se irguieron. A no ser el roce de su daga contra el cerrojo hubiese podido seguir atisbando sin que nadie sospechara su presencia. Luego, la brega muda, terrible. Ya entraban por la otra puerta que acababa de abrirse algunos hombres con hachas encendidas, cuando su amada le puso la mano sobre los ojos.

El vio entonces, con certidumbre absoluta, sin fin inmediato; y se dispuso a vender caro su martirio. Luego lanzose de un lado y de otro desarmando y acuchillando. Los moriscos se apartaban, amedrentados. Nadie gritaba. Era una escena muda. Hubo como un estremecimiento de ansiedad. Las dentaduras brillaron. El sol se ocultaba.

Me arrojan por haberte salvado la vida. Deja, Ramiro, el espionaje a los villanos. Un hombre le esperaba abajo en la dehesa con un caballo enjaezado.

Religioso y heroico sentimiento le asaltaba a la sola la idea del juramento. El lectoral se desesperaba. Aun para el humano derecho, tal juramento no obliga ni engendra perjurio: «Ca el juramento, que es cosa santa—dice, si mal no recuerdo, la ley del Rey Sabio—no fue establecido para mal facer; mas para las cosas derechas, facer e guardar. Ya no vacilaba. Su desfallecimiento era como lento bogar hacia el morir. La culpa, el remordimiento, el castigo, eran las rocas que formaban el paisaje desolado y terrible de su conciencia.

Sentado ahora junto a la vidriera, miraba con pensativa puerilidad las nubes espesas de aquel principio de invierno.

Otras veces oteaba la ciudad. Los hidalgos caserones le hablan un lenguaje de soberbia y de triunfo. Acababa de pasar por la primera prueba de las vidas predestinadas. Luego examinaba, ponderaba. Su sangre era limpia como el diamante. Era su madre. Era ya el ser sin carnalidad, sin escoria.

Era un momento de solemne ansiedad para la madre. La engomada golilla atiesaba su rostro. Sus manos eran harto hermosas y su extrema blancura denunciaba el uso nocturno del sebillo en los guantes descabezados.

Las vanidades y los premios del mundo te desvanecen. Aquesta es mi voluntad. El bullidor concurso llenaba los salones. Tres esclavos amasaban la harina. Un famoso repostero de Madrigal preparaba las pastas, un morisco la aloja. El maestresala, vestido como un gentilhombre flamenco, comandaba a la servidumbre con signos casi imperceptibles. Al anochecer, de vuelta a sus casas, las visitas desfilaban entre doble hilera de lacayos apostados a lo largo de los pasadizos, hasta la puerta de la calle, cada cual con un hacha de cera encendida.

El franciscano, arrimando su taburete, le dijo en voz baja:. Agora temo que el mucho hablar me encienda la calentura. Todo era hambre, cohecho, terror. Ya era muerta la varonil altivez de donde nacieron la proeza rara y la denodada aventura. Mucha gala soldadesca sobre la sarna y la hambre, mucha orgullosa pluma en el sombrero para abajarlo a cada puerta pidiendo un mendrugo.

Hablaba en pie, con el estoque apretado bajo el sobaco. Sus rivalidades eran disimuladas, pero profundas. Un rebullicio de colmena llenaba las cuadras.

Casi todos aquellos hombres eran enjutos. La turbia claridad que bajaba de las nubes alumbraba apenas el libro. Aquellas palabras del padre Fr. El viento ululaba. A veces un remolino de polvo y de briznas, junto a alguna chimenea, le inquietaba. Algunos campesinos bajaban presurosos hacia la Puerta de Don Antonio Vela, acuciando sus machos y borricos. Era un domingo de fines de febrero. La esquila de la Catedral acababa de tocar tres campanadas.

Los visitantes de costumbre iban llegando; unos en sillas, envueltos en capisayos aforrados de martas; otros a pie, embozados completamente en sus ferreruelos o en sus capas de lluvia, y manteniendo apenas una abertura por donde escapaba el aliento blanquecino. Es negocio harto apurado. Seguidamente, uno y otro, se dirigieron al estrado. Estaba ricamente vestido de terciopelo morado, con ropilla de lo mismo, forrada de pieles.

Su tez era barrosa y trasnochada. Al asomar los primeros asaltantes, nuestros hermanos dan repetidas voces de alarma. El milagro estaba en todas partes. Abandona la brega de los hombres. Estaba resuelto. Un grupo de villanos avanzaba hacia el solar cruzando la plazuela. A la humosa llamarada de las antorchas, Ramiro pudo reconocer, en medio de aquel golpe de gente, la enhiesta facha de Bracamonte. A la vez que un lacayo le quitaba de los hombros la negra capa salpicada de nieve, Bracamonte repuso:.

Es tiempo ya de resoluciones varoniles. Perdamos, si es preciso, la vida en la demanda, antes que la honra. Sepan vuesas mercedes que toda mi hacienda queda puesta desde hoy al servicio de esta demanda. Ellos son los valientes y los honrados.

Un criado trajo la primera vianda. Al fin lo comprendo. Sentado ahora en la silla, junto a la ventana, miraba hacia lo alto, con el rostro comparable a un claro marfil. Sentado, como de costumbre, junto a la ventana, Ramiro hojeaba al azar el Cordial , el Arte de bien morir , el Contemptus Mundi. Su padre don Felipe es gran caballero y fiel servidor del Rey y de la Iglesia. Entretanto, Ramiro se hastiaba. Su herida no acababa de cerrarse.

La ciudad, invadida por las gentes de los contornos, resonaba como una colmena. Iba a pasar, sin duda, por la casa de Beatriz, o a verla salir de alguna iglesia. Un reloj acababa de golpear nueve campanadas. Preciosos rapacejos de diamantes exornaban las ligas. Una criada aparejaba en el tocador las toallas, el aguamanil, la jofaina.

Beatriz dejose apenas lavar. En cambio, ella aceptaba con delicia los perfumes. Llevaba aretes enormes y un turbante verde con listas gualdas y purpurinas.

Una cascada de sol, traspasando los vidrios, entraba de sesgo en la estancia. Sus orejas diminutas balanceaban las arracadas de diamantes de una abuela. Las criadas se retiraron. Vile entrar muchas veces en la iglesia. Os buscaba como sabueso que va oliendo las hierbas. Ya bendijeron el fuego y el cirio. Las mujeres hablaban alegremente. El templo estaba henchido de muchedumbre y todo jaspeado en lo alto de sol y de incienso. Beatriz fue a arrodillarse con las damas nobles, entre el coro y la capilla mayor.

Ramiro vio que su rival se estacionaba junto a una pila, con los dedos puestos al borde, esperando seguramente a Beatriz. Y, empujado por irresistible movimiento, fue a colocarse, casi oculto, tras la misma columna. Los dos mancebos se miraron un instante de un modo terrible. Densos perfumes primaverales desbordaban las tapias de los huertos y flotaban en las callejuelas.

Las constelaciones temblaban en el azul inmenso y liso de la noche. La llaga estaba reabierta. Vino la gangrena y no me dejaba. Sin embargo, era menester cumplir. Una tarde calurosa de fines de abril fuese a dar una vuelta por el camino exterior que corre al pie de los muros.

Voces largas y jubilosas resonaban a cada instante sobre las colinas. Una de las mozas era muy blanca y garrida. Llegaban, sin duda, de alguna finca de los alrededores. Toda gente moza y danzante. Hallose abandonado de pronto en medio de una cuadra tenebrosa, sin distinguir rostro alguno. Era Beatriz. Alguien hizo sonar por mofa la cuerda de un rabel. Galanes y doncellas hablaban en lenguaje artificioso.

Era un sentimiento imprevisto. Concluida la gallarda, todos pidieron, a una, el baile del polvillo. Otras amigas la imitaron. Mi padre estuvo en una gran batalla en la mar. Dejose llevar. Doncellas y galanes se levantaron. Beatriz se lo enviaba. Necesitaba, a su vez, de un intermediario seguro. Hizo llamar a Casilda. Un cuantioso patrimonio, pensaba, iba a caer bien pronto en sus manos.

El corto plazo que le restaba dedicole especialmente a Beatriz. Reinaba un gran silencio. Su chupado rostro estaba a trechos amarillo y a trechos moreno, como los limones que se resecan. Viendo mi resistencia, me dijo: «Mire vuesa merced que no le hizo Dios para fraile, sino para soldado.

Cuidado no se equivoque, que le ha de pesar. Era todo el contenido de la carta. En un principio asaltome el antojo de enviar los reposteros de mis mulas para que se enterasen de nuestros blasones.

Aquella triste carne, manando humores, anticipaba al sepulcro su trabajo siniestro. Al entrar a la ciudad por la Puerta del Puente, uno de los guardas le dijo:. Estaban completamente arruinados. Ordena, y que Su Divina Majestad te perdone. De este modo el Rey «ajusticiaba la justicia» y desgarraba para siempre los fueros de varios siglos. El duque de Villahermosa y el conde de Aranda perecieron misteriosamente en sus prisiones. Era premioso repetir el ejemplo.

La unidad era el primer precepto de su Arte Real, la unidad invulnerable y absoluta, a imagen y semejanza de aquella otra unidad que gobernaba los orbes. La fiebre de aquel monstruoso delirio le secaba los miembros. Los pueblos desmolados se echaban a morir.

Los Fugger dieron por fin un nudo a la bolsa y volvieron la espalda. Y la pobreza y el hambre arreciaban como flagelos de Dios. Sus piernas de lebrel eran el terror del comercio. Toda altivez era funesta y el mismo silencio no era seguro. Ne contumax silentium, ne suspecta libertas. Bien se dice que en una buena olla puede hacerse un mal cocido. Balbuceando, entonces, palabras entrecortadas, llevose ambas manos al rostro.

Aquellos instantes fueron solemnes. A eso de las diez trajeron el bufete, los candelabros, el crucifijo. Los monjes rezaban. No se llegaba a percibir de sus rostros sino los raspados mentones, por debajo de las capillas; sus manos cruzadas por dentro de las mangas, dejaban colgar los rosarios. Se produjo un movimiento general. Tres alguaciles montaron en sus caballos. Manda muera por ello. La plaza estaba repleta de muchedumbre. Entonces escuchose una voz entera que repuso:.

Todos creyeron que iba a pronunciar algunas palabras, y oyose vasto rumor que reclamaba silencio. Dos alguaciles escucharon la frase.

Al pasar frente a la iglesia de San Juan, un lacayo entregole un billete lacrado. Ramiro no pudo dormir en toda la noche. Inventaba entonces en su cabeza discursos extraordinarios.

Su primer pensamiento, al levantarse, fue irle a pasear la calle a la doncella. Era menester escapar. Por eso tal vez, nadie quiso habitar aquella casa durante un cuarto de siglo.

Uno y otro temblaban. Una de las pinturas representaba un busto de mujer. Listada caperuza adherida a la frente ocultaba del todo los cabellos. Avanzaron hacia la luz, y subiendo a la tarima, uno y otro hicieron una mueca involuntaria. Las pupilas de Beatriz se encendieron. Estaba resuelto a poner su destino a los pies de aquella mujer.

Dio algunos pasos hacia el muro para recobrar su entereza. Enredadas en un rizo, dos de aquellas palomitas aleteaban sin cesar. Uno y otro volvieron el rostro. El grito de Beatriz no fue sino el clamor de su voluntad totalmente rendida. Una noche, metido en la cama, fuese quedando dormido sin apagar el candil. La llama sobredoraba sus visiones. Encontraba un tesoro inmenso, cientos de vasijas sepulcrales repletas de oro.

Era hecho Virrey…. Un pavor enfermizo le agitaba continuamente. La eternidad de los castigos infernales fue muy pronto una idea vertiginosa, que anonadaba su mente. El anochecer era la hora terrible. No faltaban, por cierto, razones a su dolencia. Estaba perdido. Era el maleficio, el aojo del Rey. Las antiguas cuartanas reaparecieron. Don Alonso amaba a Beatriz con amor ciego y tolerante de padre mundano. El arte de la labor le era desconocida.

Nadie supo responder. Los meses pasaron. Era Diego Franco, el campanero de la Catedral. Pero su viejo amigo estaba concluyendo. Dos anchos bufetes cargados de papeles ocupaban el fondo.

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